Que mas da

Cuando lo vio se olvidó de todo. Ya no importaba que aquella maldita yegua la hubiera metido en un bosque tenebroso, que unos cazarrecompensas armados la persiguieran ni que hubiera perdido a sus amigos. Ni siquiera se preguntó qué hacía él allí, donde segundos antes no había habido más que oscura espesura. Simplemente estaba, reclamando toda la atención con sus ojos azul profundo, como el ancho océano en un día de verano, tan atrayentes y tentadores pese a que, bajo la superficie, pudiera haber corrientes que la arrastraran a la muerte.

Ella, que jamás había comprendido porqué sus compañeras de clase babeaban por los futbolistas metrosexuales, los actores de series juveniles o el hermano mayor de algún crío del pueblo, que no entendía qué tenían de especiales los abdominales de este, el culo de aquel o el ruidoso coche deportivo del de más allá, que a sus quince años sentía nauseas con solo pensar en besar a algún energúmeno con el pelo a lo cenicero bajo el que no debía haber más que colillas, que se había quedado completamente fría cuando una indiscreta puerta del vestuario masculino se había entornado dejando ver el interior, que veía completamente imposible llegar a cogerle cariño si quiera a algún miembro de la estúpida raza humana con la que se había criado y que la había decepcionado completamente, que había llegado a creer que tenía un corazón de piedra y el alma muerta, que se había rendido ante la perspectiva de un futuro vacío, ella se quedó embelesada con sus ojos de zafiro, dejó escapar un suspiro y sintió que al fin había encontrado lo que tanto ansiaba.

Tenía que acercarse a él, rozar su piel pálida, apartar los mechones azabaches que caían por su frente y zambullirse de lleno en el océano. Poco le importaban sus compañeros de clase, les detestaba, sus padres, que tan lejos quedaban, ni sus nuevos amigos, a los que no conocía más que de hacía dos semanas. El corazón le latió más rápido y corrientes eléctricas recorrieron su cuerpo a causa del primer segundo en el que se miraron a los ojos. Quería que la rodeara con sus brazos, estaba segura de que él podría llenar el vacío de su soledad, que la comprendería y le haría olvidar todo el sufrimiento de años de marginación. Confiaba en él, era como si le conociera de toda la vida.

El propietario de los zafiros levantó la mano para hacerle un gesto, él también quería que se acercara. Sonrió, era tan feliz, por fin alguien la querría. Alzó un pie dispuesta a dar los pasos necesarios que la llevarían junto al joven de piel pálida. Ignoró las voces que le advertían del peligro, ya sabía que no tenía que irse con un desconocido, sobre todo si sospechaba que no era humano, pero le daba igual. Asumiría el riesgo de no volver, aunque, en realidad, estaba demasiado harta, quemada y decepcionada con la vida como para importarle lo más mínimo. Que pasara lo que tenía que pasar, nada podía ser peor.

Terminó de dar el paso y él dibujó una sonrisa torcida que dejó ver un colmillo más largo de lo habitual en un humano. "Lo sabía". Lejos de asustarse, imitó su sonrisa y dio otro paso más. Le daba igual lo que fuera, solo quería mirarle a los ojos desde más cerca y olvidar el dolor.

Levantó el brazo con la intención de coger la mano que había extendido para ella. El tiempo transcurría insoportablemente despacio. Sus dedos estaban a punto de rozarse cuando un molesto escalofrío le subió por la espalda para llevar a su mente el mensaje al que, temerariamente, había hecho oídos sordos.

"Huye antes de que te coma. ¡Corre!"