Finite Tempus

Por la gran estancia pululaba mucha gente con el uniforme de los FOBOS y unos cuantos que no lo llevaban, ya que eran invitados a la fiesta del aniversario de la creación de la organización, lo suficiente temerarios como, a pesar de no ser Dobermans, atreverse a ir. En un rincón, el equipo Beta-3 permanecía sentado pese a la animada música, más que nada para hacer compañía a uno de sus deprimidos Soldados.
-¿No se está retrasando demasiado Escorpio? –consideró Aracne, una joven de veinticinco años, de largo pelo azabache y curvas de infarto.
-Estará intentando convencer a su novia para que venga –respondió Sid, un tiarrón de veintitrés años, metro ochenta y músculos esculpidos, pero más tierno que un cacho de pan-. No aprende –negó para sí mismo.
"Llega tarde" se dijo Alcázar, el deprimido. "¿Cuánto, media hora, una hora? ¿Cuántas horas hay en dos meses?"
-Las relaciones con los que no son FOBOS nunca salen bien –añadió Coryne, una chica de la edad del anterior, de largo pelo rubio y ondulado, que confundía con su apariencia delicada, en realidad era la más bestia de ellos.
Alcázar, hombre de treinta y ocho años, felizmente casado y orgulloso padre de gemelas, tosió.
-Normalmente –trató de arreglar Coryne.
De hecho, su esposa estaba en la fiesta, en algún lugar de la fortaleza buscando bebidas para aquella mesa. Suspiró. No le quedaban más de dos meses, en siete semanas y media todo habría acabado y se separaría de ella y sus dos hijas para siempre. Había momentos en los que se resignaba y esperaba su fin con tranquilidad, pero otros días se levantaba con la horrible sensación de que los segundos eran como un río de ácido que le disolvían por dentro con su marcha imparable.
Hacía cuatro meses que el cabrón de Averno le había lanzado una Finite Tempus, una maldición que reducía la vida a un periodo finito y calculable, pero sin posibilidad de prórroga. Su fecha de caducidad había sido fijada para el veintisiete de diciembre y ya estaban a cuatro de noviembre. Se dejó caer sobre la mesa emitiendo un gemido desesperado. No soportaba más aquella agonía. Muchas veces deseaba que le fulminara un rayo para dejar de ser un cadáver andante, pero en seguida se arrepentía, quería aprovechar al máximo para estar con sus amigos y familia.
Notó sobre su espalda las cálidas manos de los otros tres soldados transmitiéndole su apoyo. Se irguió, rebuscó en los bolsillos de su chaqueta hasta dar con el paquete de tabaco y el mechero y se encendió un pitillo para calmar su ansiedad. Su mujer se acercaba esquivando Dobermans, con cuatro jarras de cerveza y un vaso de zumo. Alcázar no podía beber alcohol para evitarse efectos secundarios al mezclarlo con los potentes analgésicos a los que debía el poder conservar su cordura frente a la dolorosa cicatriz que le trepaba hacia el corazón. Sonrió al verla tan desenvuelta en aquella casa de locos. Cómo iba a pensar en querer acortar su tiempo, por sádico que fuera su transcurso, si la tenía a ella.
-Mirad, por fin ha llegado nuestro Capitán –señaló Sid.
Alcázar desvió la mirada. Efectivamente, Escorpio se acercaba cojeando ligeramente, otro pobre desgraciado con fecha de caducidad, en su caso, para el ocho de julio de dos años después. Aún no había decidido quién tenía peor suerte de los dos.